En una Argentina que navega las turbulentas aguas de la incertidumbre económica, el aumento salarial concedido a los diputados y senadores se erige como un monumento a la contradicción, eclipsando el ya famoso lema del presidente Javier Milei: “No Hay Plata”.
Durante el último año, los legisladores nacionales han convocado a sesiones en escasas 11 ocasiones, una cifra que arroja sombras sobre la justificación de semejante aumento salarial. En medio de este panorama, se revela una desconexión alarmante entre el deber y el privilegio, entre el servicio público y el beneficio propio. La decisión de aumentar las dietas de los diputados y senadores, acordada a finales de febrero por la vicepresidenta Victoria Villarruel y el presidente de la Cámara de Diputados, Martín Menem, no solo es cuestionable desde el punto de vista ético, sino que además contradice directamente el espíritu de “ajuste” que el gobierno pretende promover.
Este aumento se fundamenta en el incremento salarial de los empleados legislativos, una vinculación que, si bien intenta disfrazar la medida con un manto de justicia laboral, no logra ocultar su verdadera naturaleza. Desde enero a febrero, el salario de un diputado, englobando dieta y gastos de representación, se ha elevado de $1.699.103,30 a $2.174.887,47, una cifra que desentona con la realidad económica de millones de argentinos.
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Es preciso recordar que, desde 2011, las dietas legislativas están atadas a las paritarias del sector, aunque este vínculo se suspendió temporalmente en 2021, en respuesta al descontento social exacerbado por la pandemia. Sin embargo, tal medida de contención fue revocada en noviembre de 2022, restableciendo la automática aplicación de aumentos salariales para los legisladores en base a acuerdos paritarios.
Este incremento, que roza el 30%, se otorga en un contexto donde los llamados a la austeridad retumban en los discursos gubernamentales, pero parecen desvanecerse en las cámaras legislativas.
La resolución firmada por Villarruel y Menem en febrero de este año, que estableció un aumento del 16% desde enero y un adicional del 12% acumulativo desde febrero, ha sido recibida con el apoyo de los principales gremios del Congreso. No obstante, esta decisión parece ignorar el espíritu de austeridad que el presidente Milei intenta infundir con su retórica “anti casta”, enfocada en reducir el gasto público y el número de asesores legislativos.
Por otro lado, la gestión de Martín Menem en la Cámara de Diputados, caracterizada por medidas de ahorro como la eliminación de pautas publicitarias y la reducción de cargos jerárquicos, contrasta con la controversia generada por la designación de su sobrino segundo, Federico Sharif Menem, con un sueldo cercano a los $2 millones.
Este aumento salarial, por tanto, no solo revela una falta de coherencia entre el discurso y la práctica gubernamental, sino que también profundiza la brecha entre representantes y representados. En momentos donde se predica la austeridad, el accionar de los legisladores debería ser el primer reflejo de este principio, no su excepción. La opulencia legislativa, lejos de ser un derecho adquirido, debería considerarse un desafío ético y moral, especialmente en un país marcado por profundas desigualdades socioeconómicas.